Para terminar con la crisis de drogas, hay que sacar a la luz la adicción

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Este artículo apareció previamente en AAMCNews, una publicación de la AAMC, Association of American Medical Colleges. Se reproduce aquí con autorización.

Con demasiada frecuencia, la vergüenza y el estigma alimentan la adicción y previenen el tratamiento, sostiene la Dra. Nora Volkow, directora del Instituto Nacional sobre el Abuso de Drogas (NIDA). Pero si reemplazamos el juicio crítico por la compasión, podemos salvar vidas.

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Father embracing adult daughter.
Photo by ©Getty Images/Igor Alecsander

Cuando tenía seis años, estaba cenando una noche con mi madre y mis tres hermanas cuando mi madre recibió un telegrama. Al leerlo, rompió a llorar. Su padre —mi abuelo— había muerto. En su dolor, se encerró en su cuarto y no me permitió consolarla. El recuerdo de mi incapacidad de aliviar el sufrimiento de mi madre aún me persigue.

A mis hermanas y a mí nos dijeron que nuestro abuelo había muerto de un ataque al corazón. No fue hasta décadas más tarde, cuando ya hacía años que yo me dedicaba a investigar la adicción y mi madre estaba cerca de la muerte, que me dijo la verdad: mi abuelo había sido alcohólico. Incapaz de dejar de beber, se había suicidado en un momento final de futilidad y vergüenza. 

Abrumada por esta revelación, le pregunté: “¿Por qué no me lo has dicho hasta ahora?” La respuesta de mi madre fue que no quería que yo perdiera el respeto por mi abuelo o lo amara menos.

Como sociedad, continuamos ocultando la adicción en las sombras, viéndola como algo vergonzante que refleja falta de carácter, voluntad débil o incluso un mal comportamiento intencional, no un problema médico.

Mi madre sabía que yo había dedicado mi vida a comprender los efectos neurobiológicos del consumo crónico de drogas. Me había oído hablar sobre la adicción como una enfermedad del cerebro y no una debilidad de carácter. Entre todas las personas, yo era alguien con quien ella podría haber hablado abiertamente sobre por qué y cómo había muerto su padre. Sin embargo, para ella, el estigma de la adicción y el suicidio fue más fuerte que los fundamentos científicos que yo estaba tratando de introducir en la medicina.

Las cosas no han cambiado mucho desde entonces. Como sociedad, continuamos ocultando la adicción en las sombras, viéndola como algo vergonzante que refleja falta de carácter, voluntad débil o incluso un mal comportamiento intencional, no un problema médico que requiere atención médica compasiva. Lamentablemente, muchos en la profesión médica piensan de esta manera.

De hecho, el estigma continúa siendo uno de los mayores obstáculos para confrontar la crisis actual de drogas en Estados Unidos.

Solo el año pasado, más de 96,000 personas en el país murieron por sobredosis —en general, causadas por opioides, pero también hubo una cantidad creciente de sobredosis de estimulantes—, y la pandemia ha empeorado una crisis de salud pública que ya era terrible. Aquellos que no han perdido un familiar o un amigo por la adicción a las drogas o al alcohol o sus consecuencias —que incluyen enfermedades como el cáncer—, probablemente conocen a alguien cuya familia ha sufrido esa pérdida. Además, el consumo de drogas que no se trata exacerba muchos otros problemas de salud e interfiere con el tratamiento.

Los efectos directos e indirectos que la adicción a las drogas y al alcohol tiene sobre la salud son tan numerosos y devastadores que se los considera causas principales de la reducción de la expectativa de vida en nuestro país.

Qué nos dice la ciencia

La ciencia ha arrojado mucha luz sobre la adicción. Ahora comprendemos que ciertas modificaciones que se producen en las redes cerebrales que son necesarias para la autorregulación hacen que el consumo de drogas se vuelva compulsivo en algunas personas, a pesar de su mejor esfuerzo para reducir o abandonar totalmente el consumo. También estamos conociendo mejor los factores genéticos, de desarrollo y ambientales que generan susceptibilidad a la experimentación con drogas y a las modificaciones cerebrales subyacentes en la adicción.

Por ejemplo, los datos de un amplio estudio longitudinal de adolescentes financiado por el Instituto Nacional sobre el Abuso de Drogas, en estrecha colaboración con otras entidades de los Institutos Nacionales de la Salud (NIH), revelaron pautas sobre los efectos adversos de la pobreza y la adversidad en el cerebro en desarrollo, incluso cambios neurobiológicos que aumentan la probabilidad de consumir drogas y generar adicción.  

Desde una perspectiva positiva, la investigación de la prevención muestra que la provisión de intervenciones focalizadas a familias de bajos ingresos o que carecen de apoyo social puede
evitar —o incluso revertir— estos cambios neurobiológicos. Adicionalmente, décadas de investigación sobre los sistemas de señalización del cerebro han demostrado que incluso cuando se produce la adicción, es posible revertirla y lograr la recuperación.

Lamentablemente, el estigma limita el impacto de estos conocimientos y el alcance de nuestras herramientas.

El papel del estigma

El estigma impregna la medicina, la política y las comunidades.

Hasta hace poco, las facultades de medicina ofrecían poca o ninguna capacitación en la detección o el tratamiento de los trastornos por consumo de drogas porque durante muchos años la adicción no se consideró un problema médico. Incluso ahora, cuando los sistemas médicos ofrecen tratamiento, ese tratamiento puede ser limitado o inadecuado. Menos de la mitad de los programas dedicados al tratamiento de la adicción ofrecen medicamentos, lo cual es equivalente a negar atención médica apropiada, según un informe de la Academia Nacional de Ciencias, Ingeniería y Medicina (NASEM).

Las compañías aseguradoras son reacias a cubrir el costo del tratamiento de la adicción, incluidos los medicamentos para el trastorno por consumo de opioides, y en los casos en que la ofrecen, la cobertura es limitada. La cobertura inadecuada pone a estos tratamientos que salvan vidas fuera del alcance de las personas que los necesitan. El estigma también obstaculiza el uso de fármacos en la mayoría de los entornos judiciales, a pesar de que al menos la mitad de las personas encarceladas en Estados Unidos sufren un trastorno por consumo de drogas, con frecuencia por consumo de opioides.

[El estigma] contribuye a la trágica realidad de que menos del 13% de las personas con un trastorno por consumo de drogas ilícitas recibieron algún tipo de tratamiento para su adicción en 2019.

Lo que es más, muchas comunidades no proveen medidas para mitigar el daño (tales como programas de servicios de jeringas y el fármaco naloxona para las sobredosis) basándose en una creencia moralista —y factualmente incorrecta— de que esas medidas alientan el consumo de drogas ilegales.

Incluso cuando hay tratamientos y otras medidas de apoyo disponibles, las personas adictas pueden no buscarlos por temor a la crítica de quienes las rodean y a la discriminación que experimentan rutinariamente en el sistema de salud. A menudo los pacientes son reacios a revelar el consumo de drogas a sus médicos.

Esto contribuye a la trágica realidad de que menos del 13% de las personas con un trastorno por consumo de drogas ilícitas recibieron tratamiento para su adicción en 2019, y apenas el 18% de las personas con trastorno por consumo de opioides recibieron uno de los tres fármacos que podrían facilitar su recuperación, los cuales son inocuos, eficaces y tienen el potencial de salvar vidas. La proporción de personas adictas al alcohol que recibieron medicamentos es aún más baja: 3%

Las políticas gubernamentales, incluidas las medidas de la justicia penal, a menudo reflejan el estigma y contribuyen a él. Cuando castigamos a las personas que consumen drogas a causa de una adicción, estamos sugiriendo que el consumo es una debilidad de carácter y no un trastorno médico. Y cuando encarcelamos a las personas adictas, reducimos su acceso al tratamiento y exacerbamos las consecuencias personales y sociales de su consumo de drogas. Es más, las leyes sobre las drogas están inclinadas desproporcionalmente en contra de las personas y las comunidades negras, lo que impulsa disparidades sociales y de salud.

El tratamiento de las personas adictas está rodeado de un aura de ilegalidad. Por ejemplo, algunos programas de tratamiento expulsan a los pacientes por muestras de orina con resultado positivo, como si la recaída no fuera simplemente un síntoma conocido del trastorno y una señal clínica de que es necesario adaptar la estrategia de tratamiento, en vez de una mala conducta en sí misma.

Quienes prescriben fármacos para la adicción son monitoreados y están sujetos a estrictas limitaciones que no se aplican a otros fármacos, o incluso a los mismos fármacos en distintas circunstancias, como la prescripción de buprenorfina para el dolor. Ese control señala tácitamente que hay algo sospechoso en estos tratamientos y en quienes los reciben.

Ayuda y sanación

Los efectos perjudiciales del estigma van más allá de obstaculizar la atención y la búsqueda de atención. Dolorosos efectos sociales y emocionales, como el rechazo, el aislamiento y la vergüenza —el estigma internalizado—  impulsan al consumo de drogas para aliviar el sufrimiento, lo que crea un círculo vicioso. Fue el estigma internalizado lo que llevó a mi abuelo a quitarse la vida.

Si vamos a terminar con la actual crisis de adicción y sobredosis, debemos asignar a la lucha contra el estigma la misma importancia que asignamos a la creación e implementación de nuevas herramientas de prevención y tratamiento.

Las investigaciones respaldan la lección que yo aprendí directamente en mi propia familia: que el estigma no se alivia solo con educar a las personas sobre la ciencia de la enfermedad. En parte, es necesario facilitar el contacto entre un grupo estigmatizado y la comunidad en general. Si las personas con trastornos por consumo de drogas pueden compartir sus experiencias, entonces la empatía y la compasión pueden comenzar a reemplazar los juicios críticos y el miedo.

Para que eso suceda, abordar el estigma debe ser uno de los elementos centrales de nuestros esfuerzos de salud pública. Si vamos a terminar con la actual crisis de adicción y sobredosis, debemos asignar a la lucha contra el estigma la misma importancia que asignamos a la creación e implementación de nuevas herramientas de prevención y tratamiento.

Necesitamos una intervención social en gran escala para cambiar la actitud pública hacia la adicción y hacia las personas que sufren de la enfermedad. Además de asegurar la capacitación adecuada y los recursos necesarios para ayudar a los pacientes con trastornos por consumo de drogas, debemos reconsiderar seriamente las políticas —no solo las leyes, sino también las regulaciones y las prácticas en el ámbito de la salud y otros entornos— que fomentan la percepción de que el consumo de drogas es una conducta impropia. Y debemos hacer que los pacientes y las familias puedan conversar en forma segura sobre la adicción y eliminar la vergüenza que interfiere con el tratamiento.